No son molinos, son gigantes
Era inevitable que más bien antes que después la energía eólica, tan interesante, capaz y prometedora, se convirtiera en un problema. Estaba cantado que el optimismo ecologista, confiado en su alianza de hecho con el sector energético-industrial, acabaría pagando tan rara y peligrosa colusión. Era de esperar que las empresas, las tradicionales y las surgidas al calor del chollo, discurrieran por sus caminos ya trillados, avasallando y destruyendo. Y que se produciría, sin la menor duda, un conflicto interno dentro del ecologismo.
La alarma definitiva, la que ya declaraba instalado el virus de la imprudencia en el seno ecologista, me sonó cuando leí en el boletín de una fortísima organización ambiental que «toda la energía eléctrica consumida en España podría obtenerse desde generadores eólicos». No han entendido nada, me dije, y enseguida advertí que ese virus se había abierto camino desde la mentalidad ingenieril, a la que se le había dado cancha, ingenuamente, en el tratamiento del futuro energético -alternativo, por supuesto- de España.
Porque la actitud verdaderamente alternativa no debe ser la de proponer soluciones o energías sustitutorias, sino la de atacar a fondo, y sin desmayo, los vicios del sistema, siendo uno de los peores el del consumismo (es decir, el exceso y el derroche, la estupidez y la caricatura energéticas). Quiero decir que desde el ecologismo el mensaje y la acción deben estar sistemáticamente orientados a la austeridad global: no hay más solución, en un mundo cuyas limitaciones afloran por doquier, que reducir todos los consumos, muy especialmente los basados en materias y energías no renovables. Todo esto implica rechazar sin vacilaciones el sistema económico en el que nos movemos; al menos, rechazarlo en los planos intelectual, ético y político.
No creo que esté de más recordar a Ivan Illich en su trabajo Energía y Equidad (1974), en el que alude a la existencia de un umbral o nivel de consumo energético traspasado el cual se hace imposible la coherencia socioeconómica, la solidaridad y, sobre todo, la equidad. En España ese umbral hace mucho que se superó (probablemente, y por aludir a un índice entre otros posibles, cuando en la transición de los años de 1980 y 90 se superaron los 15 millones de automóviles en nuestro parque móvil).
Se evitan errores, disparates y pérdida de tiempo si, como costumbre -y sobre todo en caso de duda- se recurre a los criterios básicos, tradicionales, inocultables de la producción energética ambientalmente correcta y sostenible. Que debo recordar que van en la dirección contraria a:
(1) el consumismo, o alimentación de una demanda insaciable;
(2) la complejidad tecnológica, socialmente incontrolable;
(3) el gigantismo, o entrega a las economías de escala, casi siempre ambientalmente nefastas;
(4) la voracidad crematística, que no puede asimilarse nunca a objetivos de sostenibilidad o de simple sentido común. Y en todos estos dislates han incurrido ya los parques eólicos, y más que incurrirán.
Era lógico percibir que la deriva que adquiriría sin tardanza el sector productivo -que hay que recordar que ha estado combatiendo la energía eólica durante decenios- irremediablemente nos llevaría a un nuevo problema, a una desnaturalización antipática, decepcionante, de tan alternativa y amable energía. Y de ahí se seguiría un problema nada secundario dentro del mundo ecologista, al tener que admitir el enorme y ubicuo impacto ambiental de la energía eólica en su fase -que era inminente- industrial.
Dos casos actuales muestran este trauma interno ecologista. Los desaforados planes de construcción de parques eólicos en la mar de Barbate y Conil, que vienen apoyando importantes grupos ecologistas y que rechazan los pescadores locales y buena parte de la opinión pública con fortísimos argumentos; y el cisma ecologista catalán entre los que quieren poner coto a los abusos de las empresas eólicas y los antinucleares que critican a la Generalitat por preparar un decreto que limita -en realidad, pone orden- tanto los parques eólicos como las instalaciones solares. La esquizofrenia -cantada cuando no se tienen las ideas claras- ha llegado al punto de que activos grupos antinucleares, muy afectados actualmente por los problemas en las centrales de Ascó y Vandellós, acusan a los críticos de lo eólico de «estar al servicio de las nucleares». Un deplorable espectáculo.
En el sinsentido energético, equivalente al olvido de los principios (doctrina, filosofía o ideología) tradicionales ecologistas, figura el olvido de que el enemigo absoluto -es decir, básico, permanente, intratable- no es el CO2 y ni siquiera la radiactividad, sino el sistema que alberga éstos y otros problemas a los que alimenta y administra, dirigiéndolos contra la vida y la naturaleza; entendiendo por sistema el marco económico y sociopolítico que genera, inevitablemente, peligros y agresiones, crisis y desesperanza. Es verdad que resulta mucho más ingrato, por duro y exigente, enfrentarse a una crítica minuciosa y resistente de ese sistema global que a una u otra forma energética, que no deja de ser un asunto parcial y más manejable; y esto es tanto más difícil cuanto más se incrementan las vías y ocasiones de colaboración con este sistema, cuando se estima que admite reformas o consejos, ilustraciones o ententes. Y ahí está el error: creer que cabe una alianza, siquiera táctica, entre ecologistas y empresas energéticas.
Todo esto ya lo sabía yo. Como nunca creí que el sector eléctrico pudiera coincidir con el ecologismo, ni siquiera produciendo una energía reconocidamente ecológica, advertí en su día de la inevitable degradación de la implantación de los parques eólicos, que movidos por la crematística se convertirán en creaciones ambientalmente nocivas. Y por eso publicaba, en el número 7 de Cuadernos de Ecología (junio de 1994), un primer artículo de advertencia y descreimiento, con el mismo título de esta crónica, porque no me cabía duda, como al clarividente loco de la Mancha, de que estábamos ante gigantes (que, manipulados por malandrines encantadores, se nos aparecían como molinos).
Pedro Costa Morata es doctor en Ciencias Políticas y Sociología, y profesor de la Universidad Politécnica de Madrid.
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